Era extraño lo desnudo que podía sentirse un hombre sin algo tan simple como su katana. Caminar por las calles de la aldea oculta entre la nieve con las manos desnudas, sin siquiera llevar guantes, se sentía como si estuviera ofreciendo mis servicios a señoritas a cambio de una remuneración económica. Su padre se había negado a darle el derecho a portar cualquier arma del dojo para que encontrase su propio estilo, uno que se ajustase a sus capacidades y a sus debilidades, pues todo espadachín debía lograr ocultar o proteger sus debilidades al entrar en combate.

Para esa ocasión había elegido unos ropajes que su madre le había comprado. Eran bastante caros, aunque para su familia eso no era problema. Un kimono amarillo realmente suave que ponía sobre sus ropas de ninja, y unas botas a juego con el kimono. Gracias a ello su uniforme no se veía tan mal.

Era exasperante sentirse tan indefenso, aunque más le enfurecía necesitar un arma para sentirse seguro.  Pero quizá era lo mejor no llevar ningún arma por el momento, hasta que su manejo pudiera igualar al de un ninja de verdad, y no al de un torpe incapaz de manejar correctamente su arma, y sus dudas se viesen disipadas por la práctica. Solo había pasado un día desde que había salido de la academia, y la última vez que había sostenido una katana había herido a alguien importante en su vida, aunque no fuera letal, lo había hecho. Lo único bueno que tenía aquel día, era que por fin había podido estrenar la banda que todo ninja recibe al graduarse. La había colocado en su hombro, pues siempre pensó que ponerlo en la frente era para quienes tenían una frente amplia y querían ocultar ese defecto físico.

La aldea estaba especialmente activa ese día, como si fuera un día importante para la economía de la misma. Las tiendas estaban llenas y los compradores, en su mayoría ninjas de la aldea, gastaban el sueldo que habían ganado con sus misiones y tareas para el sostenimiento de la aldea. La plaza así como sus inmediaciones se veían completamente atestadas de gente, todas salvo una. Había una pequeña tienda regentada por una mujer de cabello rojizo como el fuego, con un rostro entre la tristeza y una falsa paz. Debía de ser como mucho cinco años mayor que yo. La causa de que la tienda estuviera vacía estaba en el otro extremo de la misma.
Podía verse desde la ventana a un señor mayor, que debía tener unos cincuenta o sesenta años, que fingía mirar la misma caja de productos durante un largo periodo de tiempo, mientras vigilaba. Era un hombre canoso, con un bigote fuertemente poblado y un entrecejo muy pronunciado.

El nombre de la tienda coincidía con el de la misión. Esos eran el padre y los hija de la que hacía mención el pergamino de la misión.

Durante un largo rato permaneció fuera de la tienda, solo mirando a ambos. Debió pasar casi una media hora mientras pensaba e intentaba sacar alguna idea de lo que estaba ocurriendo. Miraban al ninja, que se quedaba estático en la tienda que tenía delante, como si fuera una estatua o una atracción turística.
Podía parase un largo rato desvariando y tratando de entender por qué ese señor no dejaba a su hija en paz; podría ser por mera ira, por una discusión, quizá porque se preocupaba por ella, o quizá por simple aburrimiento al no tener nada más que hacer. El shinobi se animó a entrar, con el poco dinero que tenía.

Nada más abrir la puerta el hombre se apresuró a mirar quién era utilizando el espacio vacío entre los estantes para mirarlo fijamente. La mujer suspiraba, como si supiese lo que iba a pasar. El genin miró a su alrededor. Era una tienda de armas, no se había fijado desde fuera, aunque era algo evidente. No era una persona muy observadora.

¿En qué puedo ayudarlo? ¿Necesita… nuevo equipamiento ninja? —al ver su banda ninja cambió rápidamente su discurso— Nos ha llegado un cargamento de kunais y shurikens de los herreros de la aldea, son de gran calidad, se entierran en la carne con facilidad..

Esa imagen asqueó un poco al ninja, quien negó con la cabeza y las manos rápidamente. No quería ese tipo de material por el momento. No tenía pensado salir de su aldea para realizar misiones peligrosas por el momento. Y si lo hacía, querría usar la diplomacia como arma y no el hierro. Mirando a su alrededor veía varias armas que solían usar los ninjas, pero entre ellas también habían bokken, bok-kun, jo, jamas, naginatas, hanbos… una gran variedad de armas.

El anciano salió de detrás de la estantería, con una voz áspera y seria que transmitía mucha hostilidad. Era como si un cuchillo se clavase en su espalda.

¿Vas a comprar algo o solo vienes a mirar, crío?

Kouhei se dio la vuelta y negó con las manos, con una sonrisa en el rostro. Había reaccionado muy rápido, apenas le había dado tiempo a entrar. Se veía su bigote poblado detrás de uno de los estantes, mirando con una seriedad que atravesaba el propio metal.

¡No-no! Osea, si… venía por un poco de ayuda. Estaba buscando un arma que se amoldase a mi...

No sabía por qué, pero aquel hombre le intimidaba en cierto sentido. Como si fuera capaz de atravesar la distancia que los separaba en una milésima de segundo y golpearle en la cabeza con la mano abierta. Aunque lo más probable era que no fuera capaz de hacerlo. De hecho, a juzgar por su edad, no debía ser capaz de dar más de seis pasos ni necesitar un bastón para sostenerse.

¿En la academia ya no os enseñan ni eso? A este paso tendremos que lanzar bebés al combate.

Si bien sería una persona muy habladora, no era precisamente un encanto de persona. La mujer no había dicho nada, así que debía estar resignada a escuchar a su padre hablar así día sí y día también, asustando a su clientela.

Lo lamento señor, ¿es usted el dueño del local? Me gustaría que alguien con su experiencia me ayudase a encontrar un arma que se ajustase a mi.

Los ojos de ese hombre se clavaban en el espadachín sin espada, quien negó con la cabeza y se dio la vuelta, quitándole importancia a su presencia, como si no viera peligro alguno en el shinobi que estaba allí.

Detrás de ti está la dueña de la tienda, habla con ella. Tengo que hace runos recados.

Sin mucha más conversación el hombre se fue, con un aura que transmitía cierta frialdad. Era difícil saber qué era lo que pretendía, o qué buscaba. Al menos ahora que se quedaba a solas con la mujer podría intentar averiguar el problema de aquel hombre.
Palabras: 1144