Historia narrada por Edras —Sáb Ago 31, 2019 3:54 am
Unos días antes de marchar hacia la capital de Sunagakure Edras fue llamado por el modesto consejo local como gennin del poblado. Al parecer uno de los respetados sabios había perdido un colgante durante uno de sus paseos alrededor de la población. El oropel tenía un valor sentimental especial. Había pertenecido a su familia por generaciones y tras la guerra había cruzado de una nación a otra siendo salvado por los miembros de la misma.
La responsabilidad que ahora caía sobre los hombros de Edras era considerable. Recientemente había decidido que viajaría hasta la capital para ser entrenado allí por maestros de la Arena, y aquella decisión le suponía ya de por sí una dura prueba a la que enfrentarse. Recorrer el perímetro en busca de un obeto brillante entre cegadoras dunas blancas era lo último que necesitaba, pero se debía en honor y respeto a los sabios de la aldea y por ello cumpliría.
Comenzó aquella misma tarde. El sabio Elijah lo observó esperanzado desde la puerta de su hogar mientras marchaba. Aquel era un día especialmente ventoso. Arena roja procedente de diferentes zonas en el desierto teñian las dunas con tonos pardos y hermosos gradientes. La particular orografía de la aldea la ubicaba en una pequeña cuenca de piedra, protegida de los embates del viento, y refrescada por el enorme acúifero que desde gran profundidad aportaba su humedad. Las irregulares piedras deformadas por el viento y la arena se sucedían en una cadena de figuras a las que, desde niños, habíamos puesto nombre. Todo un paséo nostálgico, sin pista alguna del colgante del señor Elijah.
Comenzaba a anochecer, y ya el sol se escurría entre los huecos de las diferentes malformaciones rocosas, señalando involuntaria y aleatoriamente diferentes porciones de la infinita arena blanquecina.
Prácticamente rendido, me acosté un instante a apreciar la frescura incipiente que traía el viento, desde la noche que el sol, a lo lejos, iba dejando tras de sí. Algunas rocas comenzaron a crugir ante los bruscos cambios de temperatura del desierto. Mi cabeza giró instintivamente hacia el ruido y allá donde debía haber una roca, mil y una veces vista, se hallaba la boca de una cueva que la arena, escurriéndose en ella, había liberado.
"Elijah nunca entraría aquí" pensó, no muy seguro de su afirmación.
Se deslizó por la estrecha abertura para descubrir una cueva de dimensiones moderadamente destacables. La arena había estado adentrándose por ella mucho tiempo, probablemente cerrando y abriendo su entrada en infinidad de ocasiones. Y sus paredes parecían pulidas por mil años de vientos poderosos y erosión arenosa.
Caminé hacia su interior mientras la luz aún entraba por algunos de sus múltiples agujeros y para mi sorpresa, en el centro, justo bajo una apertura en el techo, el colgante relucía, cual tesoro en la cripta de una de las leyendas que cuenta nuestro pueblo.
Lo tomé, y me apresuré a salir de allí, antes de quedar atrapado mil años por otra oleada de arena.
De Elijah brotaban lagrimas como uvas cuando se lo entregué. Me abrazó con fuerza y me recordó que yo siempre sería un hijo de aquella aldea al límite del Desierto Infernal.
Aquellas palabras me animaron más de lo que el hombre jamás supo. Mi decisión estaba clara, debía partir a la capital.
Unos días antes de marchar hacia la capital de Sunagakure Edras fue llamado por el modesto consejo local como gennin del poblado. Al parecer uno de los respetados sabios había perdido un colgante durante uno de sus paseos alrededor de la población. El oropel tenía un valor sentimental especial. Había pertenecido a su familia por generaciones y tras la guerra había cruzado de una nación a otra siendo salvado por los miembros de la misma.
La responsabilidad que ahora caía sobre los hombros de Edras era considerable. Recientemente había decidido que viajaría hasta la capital para ser entrenado allí por maestros de la Arena, y aquella decisión le suponía ya de por sí una dura prueba a la que enfrentarse. Recorrer el perímetro en busca de un obeto brillante entre cegadoras dunas blancas era lo último que necesitaba, pero se debía en honor y respeto a los sabios de la aldea y por ello cumpliría.
Comenzó aquella misma tarde. El sabio Elijah lo observó esperanzado desde la puerta de su hogar mientras marchaba. Aquel era un día especialmente ventoso. Arena roja procedente de diferentes zonas en el desierto teñian las dunas con tonos pardos y hermosos gradientes. La particular orografía de la aldea la ubicaba en una pequeña cuenca de piedra, protegida de los embates del viento, y refrescada por el enorme acúifero que desde gran profundidad aportaba su humedad. Las irregulares piedras deformadas por el viento y la arena se sucedían en una cadena de figuras a las que, desde niños, habíamos puesto nombre. Todo un paséo nostálgico, sin pista alguna del colgante del señor Elijah.
Comenzaba a anochecer, y ya el sol se escurría entre los huecos de las diferentes malformaciones rocosas, señalando involuntaria y aleatoriamente diferentes porciones de la infinita arena blanquecina.
Prácticamente rendido, me acosté un instante a apreciar la frescura incipiente que traía el viento, desde la noche que el sol, a lo lejos, iba dejando tras de sí. Algunas rocas comenzaron a crugir ante los bruscos cambios de temperatura del desierto. Mi cabeza giró instintivamente hacia el ruido y allá donde debía haber una roca, mil y una veces vista, se hallaba la boca de una cueva que la arena, escurriéndose en ella, había liberado.
"Elijah nunca entraría aquí" pensó, no muy seguro de su afirmación.
Se deslizó por la estrecha abertura para descubrir una cueva de dimensiones moderadamente destacables. La arena había estado adentrándose por ella mucho tiempo, probablemente cerrando y abriendo su entrada en infinidad de ocasiones. Y sus paredes parecían pulidas por mil años de vientos poderosos y erosión arenosa.
Caminé hacia su interior mientras la luz aún entraba por algunos de sus múltiples agujeros y para mi sorpresa, en el centro, justo bajo una apertura en el techo, el colgante relucía, cual tesoro en la cripta de una de las leyendas que cuenta nuestro pueblo.
Lo tomé, y me apresuré a salir de allí, antes de quedar atrapado mil años por otra oleada de arena.
De Elijah brotaban lagrimas como uvas cuando se lo entregué. Me abrazó con fuerza y me recordó que yo siempre sería un hijo de aquella aldea al límite del Desierto Infernal.
Aquellas palabras me animaron más de lo que el hombre jamás supo. Mi decisión estaba clara, debía partir a la capital.