L
a noche parecía llamar a las sombras ocultas entre las tinieblas. Poco a poco, la luz blanca de la luna dejaba ver un círculo luminosos alrededor de una fogata crepitando en el centro de la aldea. Los lugareños se reunían en torno al fuego, sentados en su mayoría sobre bancos de madera u otros sobre el frío suelo. Sin embargo, esa noche no era tan normal.
Algunos de los curiosos, niños y adolescentes, tanto civiles como shinobis, habían caído bajo una especie de maldición que deformó sus cuerpos en auténticas pesadillas. En un principio, aquel suceso se convirtió en objeto de escándalo y horror, pero, con el pasar de las horas, las autoridades y los más expertos habían descubierto el origen de semejante maleficio. Y era allí, entre un carnaval de figuras espantosas y gente común, que se empezaron a relatar historias de lo más temibles y ominosas, aumentando la inquietud entre los más supersticiosos.
Fue en una de las tantas, saltando entre boca en boca, que alcanzó su lugar dentro de una figura un tanto monstruosa. Su rostro estaba sumido en un aspecto grotesco, casi parecido a una máscara blanca y largos cuernos, cuyo gesto parecía entre confundido y depresivo con una hilera de dientes cómo cuchillas. Llevaba la indumentaria de un kimono anaranjado, acompañando aquel cabello largo y rojizo que le caía desordenado hasta su busto generoso. Quizás en otras instancias hubiera sido víctima de miradas indecorosas, pero esa noche era diferente.
Los lugareños aguardaron en silencio, esperando a que algún cuento surgiera de aquellas fauces demoníacas.
Y él, o mejor dicho, ella, carraspeó.
[...]
Las leyendas suelen tener un origen histórico del cual nacen y crecen, hasta convertirse en un relato de incierta credibilidad. Sea verdad o mentira, lo normal es que se les trate como un hecho alegórico y exagerado de lo que alguna vez algo pudo suceder en realidad, algo normal. O quizás no. Quizás algo se ocultaba más allá. Pero sea cual fuera la respuesta, existía una historia prácticamente olvidada que sólo los más ancianos apenas si podían recordar en sus mentes maltratadas, y que cuyas primeras noches de otoño solían manifestar cuando algo muy particular se mostraba en el cielo. Algo les hacía recordar a La Canción de la Luna Roja.
La historia se remonta hacía más de cien años, en la que se decía que una vez existió un niño, de origen desconocido, que apareció de la nada en medio de una tormenta de nieve, en un isla al este del País del Hierro. Un pueblo llamado cómo la Villa de los Pescadores.
El cuento solía tener ciertas diferencias según quién lo contara, pero lo normal solía mencionar que aquel joven extraño llegó en un atardecer entre la época de hojas naranjas, sucio y harapiento, con el pelo negro y una cicatriz de quemadura en la mitad de la cara. Todo aquel que le vio, le observó acercarse directamente a la playa sin decir nada, si mirar a nadie, cómo si algo lo esperara en el agua.
Nadie le conocía y sólo le vieron quedarse ahí, de pie, sin hacer nada.
Algunos incluso decidieron acercarse y hablarle para ver si podían ayudarle, pero él nunca les respondió ni tampoco se movió. Simplemente estaba allí, de pie, silente e inamovible como una efigie.
La noche lentamente iba cayendo mientras la luna se alzaba tranquilamente, por lo que la gente poco a poco empezó a refugiarse en sus casas si no querían ser presas de un frío que calaba hasta los huesos. Cualquiera en su sano juicio lo hubiera hecho, y las luces no tardaron en iluminar sus hogares, pero aquel niño seguía allí, sobre la arena de la playa, imperturbable. Fue entonces que un aldeano, preocupado por la situación, se acercó hasta el inmóvil joven y descubrió su aspecto pálido. Nada del otro mundo si eres del país, quizás.
El anciano le preguntó al niño porqué aún permanecía en el mismo sitio con semejantes temperaturas, debido a que cualquiera estaría sufriendo de hipotermia en ese momento, pero el niño no respondió. El hombre decidió ofrecerle su casa para al menos pasar esa noche junto a él, su esposa y sus hijos, pero el niño tampoco contestó.
Aquello le parecía cuanto menos extraño, y notaba los pies del pequeño completamente morados y llenos de llagas. Siguió intentando que aquel chico hablara, pero por más que se esforzara en encontrar conversación, jamás vio que el muchacho articulara alguna palabra o siquiera hiciera algún gesto de enfado. El joven siempre miraba al horizonte, y siempre hacia el este, con la luna llena sobre su cabeza.
Fue entonces que el anciano, al final, decidió hacer un breve comentario.
"Es muy bella, ¿no te parece?
Nuestra hermosa Luna, dama de la noche.
Ella cuida de nuestro pueblo."
En ese momento, algo ocurrió por primera vez.
El chico dobló su cuello, llevando lentamente su mirada hacia el cielo. Parecía haberse quedado embelezado por ese color blanco tan puro adornando el firmamento. Y de pronto, de sus labios se emitió un suave sonido, tan sutil como si estuviera silbando una lenta y dulce melodía. El anciano sonrió, encantado por la música que seducía sus oídos, cerrando sus ojos a la oscuridad.
Era un cantar sereno y apacible, cómo si escuchara las notas de una sirena arrastrarle hasta las nubes. Se sentía tan plácido, anonadado. Su cuerpo ligero y libre de todo pesar. Era como si cada uno de sus males se hubieran desvanecidos como polvo al viento para nunca más regresar. Como si hubiera dejado la pesadez de sus huesos y el dolor de su carne. Jamás imaginó lo que ello significaría, y por ello, aquel aldeano jamás debió decirle nada a ese joven solitario.
El viejo hombre sintió un repentino deseo de elogiar al niño por su talento, pero no hubo voz que alguien pudiera escuchar. Abrió los ojos y se observó a sí mismo. Se palpó la garganta y no sintió tacto alguno. Todo su cuerpo estaba blanco y podía ver a través de sí mismo.
Fue en ese instante cuando una sensación extraña invadió sus sentidos. Su cuerpo giró, dándole la espalda al horizonte oceánico, y allí lo vio.
Su aldea quemada.
El horror le hubiera paralizado de no haber visto algo aún más extraño; seres oscuros, en medio de las calles, con sus cuerpos negros y erguidos mirando hacia el cielo con los ojos vacíos, casi supurando un brillo rojizo que no era de algo conocido. Justo en ese momento se dio cuenta de quiénes eran. ¿Bestias? No. Era su familia, eran sus vecinos, eran sus amigos; viejos y niños, hombres y mujeres. Incluso los animales y recién nacidos habían caído. Todos espectadores de la luna.
El hombre giró, una vez más, sólo para no encontrar al niño sobre la arena, sino adentrándose al mar. Él intentó gritar pero fue incapaz. Sin embargo, aquella voz infantil que nunca escucho, al final, resonó en su mente mientras se desaparecía lentamente en el azul oscuro.
Dama de la noche,
canción que arrebata.
Sirvientes de las sombras,
guardián de pesadillas.
Todo aquel que me escuche,
existirá en la penumbra.
Pero aquel que me invoqué,
yacerá en la eterna vigilia.
La leyenda cuenta que en las noches de luna llena, a mediados de otoño, suele aparecer entre las costas las figura de un niño que vaga por las playas. Nunca habla con nadie, ni nadie debe acercarse. Se dice que su canción sólo es el presagio de la muerte, capaz de llevar a la locura a todo aquel que la escuche, o incluso atraer la calamidad sobre un pueblo entero. A día de hoy, tal lugar en el cuento parece querer explicar la desaparición de un antiguo asentamiento, ocurrido de una noche a la mañana justo bajo el fenómeno de una luna roja.
De su existencia sólo quedó la madera quemada y enmohecida, pues de su gente, no se encontró siquiera el rastro de los cuerpos de la misma.